Por Joliette Otarola (*)
Las campanas con su sonido metálico, a lo largo de la historia han tenido la función de convocar a la comunidad, avisar del peligro, llamar a las fiestas, vociferar públicamente que debía concurrirse al centro de la ciudad.
Hoy en Chile, aquellas campanas se transformaron simbólicamente en jóvenes que a través de la evasión en las estaciones de metro, movilizaron, supieron multiplicarse y paralizar un país para que estuviera dispuesto a escucharles.
El actual conflicto que vive nuestro país, es resultado de cuarenta años de intercambio monetario de derechos sociales. Cuarenta años en los que la participación tuvo un espacio reducido y contenido, generalmente asociado a organizaciones de la sociedad civil con limitado ejercicio en la toma de decisiones, y en las que por cierto, los y las jóvenes no estuvieron representados robustamente.
Prever las consecuencias de este modelo de relaciones sociales y económicas, fue de interés casi exclusivamente académico, política sin decisión y, quedó en el discurso poco pragmático, cuando se necesitaba pragmatismo.
Juventud y violencia ha sido un binomio repetido en estas semanas, la precarización de las formas de diálogo que se han sostenido por décadas, parecen haber llevado a una gran tensión entre la necesidad de cambio urgente que plantearon los y las jóvenes y sumado a la matriz de comprensión «adultocéntrica» (en palabras de Klaudio Duarte) que requiere de niveles de control exagerado para iniciar un camino de abordaje. Dicha forma ha sido la más a mano en un Estado que no cautela el ejercicio de derechos ciudadanos.
Según cifras del Instituto Nacional de Derechos Humanos, hasta el 26 de noviembre había 867 niños, niñas y adolescentes detenidos, con un total de 499 acciones judiciales por casos que incluyen tortura y violencia sexual. Ello, consecuencia de manifestaciones que tienen como protagonistas a jóvenes que una vez más, se entienden a sí mismos y se disponen como campanas resonantes, hasta sentirse escuchados.
Las cifras no dan cuenta del daño, de la aplicación de fuerza, ni de la violencia del Estado. La mantención de la Paz Social, desde la óptica del Gobierno, se ha visto reducida al ejercicio de las policías en la búsqueda de restablecer el orden interno, siendo lo último sólo una fracción de un concepto más amplio cuyo objetivo es asegurar el bienestar en el marco de “toda ausencia de toda violencia estructural causada por la negación de las libertades fundamentales y por el subdesarrollo económico y social” (Arango, 2007).
En este contexto, hoy nos enfrentamos no solamente a la presencia de violencia y a la omisión de protección de derechos de niños, niñas y adolescentes, que siendo parte de los espacios públicos han buscado reeditar formas de participación social, sino ambién asistimos a un cambio de historia que puede cosechar una de las mejores propuestas de desarrollo del país, al comprender que no existe una forma única de ver y construir la sociedad. Por el contrario es un instante preciso para que impere una especie de caleidoscopio que permitirá “miradas múltiples, diversas, ricas en colores y formas a cada giro de contraluz que efectuamos” (Duarte, 2001) y con ello, podremos salir de la estática fotografía en blanco y negro de «jóvenes enrabiados» y «pulsiones adolescentes», tal y como erradamente señaló un columnista dominical.
Será por tanto, esencial preguntarnos ¿qué pasa entonces, cuando nos enfrentamos a una respuesta ciega y sorda de parte del Estado? La respuesta debe tener en cuenta que existe espacio para avanzar: una profunda reforma legal que contemple una Ley de protección a la Infancia, con mirada integral, asegurando acceso a la salud, educación, recreación, seguridad, desarrollo y libertad; diálogos con organizaciones de jóvenes, estudiantes y niñas y niños (con diversas metodologías para recoger la opinión y propuestas de los más pequeños); diversificar la comprensión de los fenómenos sociales de las que son protagonistas quienes que viven todas las consecuencias de la vulnerabilidad y exclusión; revisar con urgencia decisiones apresuradas como cierres de emblemáticos liceos y colegios, en pro de la protección de la propiedad privada, los espacios educativos son parte del ejercicio de derechos y además de manifestación de sus expectativas y necesidades más cotidianas, donde se reflejan las relaciones sociales y se fortalecen los vínculos de confianza, se detiene la fragmentación. La infancia y adolescencia tienen voz, preferencias y sueños, el diálogo y escucha profunda son un ejercicio ético y político que está pendiente, el sonido de sus campanas entrega la oportunidad de situar en el centro del quehacer público a la infancia y adolescencia
Sin embargo, lo primero es lo esencial y urgente: resguardar y promover el respeto por los derechos de niñas, niños y adolescentes, la integridad física y psíquica es un ámbito sin condiciones, es una obligación el respeto por sus derechos humanos y el resguardo de los espacios públicos y privados; si hay campanazos es porque se necesitan, su ruido ha permitido develar la compresión de una ciudadanía callada que tiene la oportunidad de decir a la infancia y adolescencia “nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.”
(*)Joliette Otárola Martínez. Trabajadora Social, Magíster en análisis sistémico aplicado a la sociedad. Ex Directora de Planificación y Gestión de Fundación Integra.
Excelente articulo…que nos vuelve a sintonizar con los cambios que siempre han surgido desde la juventud… ahora hay que avanzar sin denostar y con la fuerza y velocidad que se requiere para dar respuesta a las demandas ciudadanas. Cada vez creo más en la comunidad como centro de la organización y crecimiento de la sociedad.